martes, 30 de julio de 2013

Ulrica


Jorge Luis Borges 

Hann tekr sverthit Gram ok leggr i methal theira bert. Völsunga Saga, 27 Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis. Quiero narrar mi encuentro con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca) en la ciudad de York. La crónica abarcará una noche y una mañana.

Nada me costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York, esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el hecho es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del otro lado de las murallas. Éramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una copa y rehusó.

-Soy feminista -dijo-. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol.

La frase quería ser ingeniosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba. Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros.

Refirió que había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron que era noruega.

Uno de los presentes comentó:
-No es la primera vez que los noruegos entran en York.
-Así es -dijo ella-. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede perderse.

Manuscrito Voynich

Desde que se descubrió, el manuscrito Voynich ha suscitado todo tipo de elucubraciones. Este documental intenta descifrar las claves de este texto de más de 500 años, de autor desconocido, ilustrado con unos inquietantes dibujos y escrito en un alfabeto sin identificar.




Considerado por la NASA como un texto indescifrable, el códice Voynich como se le conoce, ha significado un quebradero de cabezas para los mejores lingüistas y especialistas en criptografía de todos los tiempos, que no han podido comprender ni una sola de las palabras que forman las 240 hojas del misterioso códice.

El texto antiguo no tiene título conocido, ni autor conocido y está escrito en un lenguaje desconocido: ¿qué cuenta y por qué tiene tantas ilustraciones de astronomía?

lunes, 29 de julio de 2013

Misterio...

Toca la puerta y verás...

Cero en geometría


Frederic Brown

Henry miró el reloj. Dos de la madrugada. Cerró el libro con desesperación. Seguramente que mañana sería reprobado. Entre más quería hundirse en la geometría, menos la entendía. Dos fracasos ya, y sin duda iba a perder un año. Sólo un milagro podría salvarlo.
Se levantó ¿Un milagro? ¿Y por qué no? Siempre se había interesado en la magia. Tenía libros. Había encontrado instrucciones sencillísimas para llamar a los demonios y someterlos a su voluntad. Nunca había hecho la prueba. Era el momento, ahora o nunca.
Sacó del estante el mejor libro sobre magia negra. Era fácil. Algunas fórmulas. Ponerse al abrigo en un pentágono. El demonio llega. No puede nada contra uno, y se obtiene lo que se quiera. Probemos.
Movió los muebles hacia la pared, dejando el suelo limpio. Después dibujó sobre el piso, con un gis, el pentágono protector. Y después, pronunció las palabras cabalísticas. El demonio era horrible de verdad, pero Henry hizo acopio de valor y se dispuso a dictar su voluntad.
–Siempre he tenido cero en geometría –empezó.
–A quién se lo dices … –contestó el demonio con burla.
Y saltó las líneas del hexágono para devorar a Henry, que el muy idiota había dibujado en lugar de un pentágono.

Desquite


José Saramago

El muchacho venía del río. Descalzo, con los pantalones arremangados por encima de las rodillas, las piernas sucias de lodo. Vestía una camisa roja, abierta en el pecho, donde los primeros vellos de la pubertad empezaban a ennegrecer. Tenía el pelo oscuro, mojado por el sudor que le escurría por el cuello delgado. Se inclinaba un poco hacia delante, bajo el peso de los largos remos, de los que pendían hilos verdes de limos aún goteantes. El barco quedó balanceándose en el agua turbia y, allí cerca, como si lo espiasen, afloraron de repente los ojos globulosos de una rana. El muchacho la miró, y ella le miró. Después la rana hizo un movimiento brusco y desapareció. Un minuto más y la superficie del río quedó lisa y tranquila, y brillante como los ojos del muchacho. La respiración del limo desprendía lentas y muelles burbujas de gas que la corriente arrastraba. En el calor espeso de la tarde los chopos altos vibraban silenciosamente y, de golpe, flor rápida que naciese del aire, un ave azul pasó rasando el agua. El muchacho levantó la cabeza. Desde el otro lado del río una muchacha le miraba, inmóvil. El muchacho levantó la mano libre y todo su cuerpo dibujó el gesto de una palabra que no se oyó. El río fluía, lento.

sábado, 27 de julio de 2013

El encapuchado


Eduardo Galeano

La dictadura militar de Chile había convertido en cárcel el estadio de fútbol, el Estadio Nacional. Miles de presos eran el público de un partido invisible. Sentados en las tribunas, esperaban que se decidiera su destino. Un encapuchado recorría las gradas. Nadie le veía la cara; él veía las caras de todos. Esa mirada disparaba balas: el encapuchado, un socialista arrepentido, caminaba, se detenía y señalaba con el dedo. Los hombres por él marcados, que habían sido sus compañeros, marchaban a la tortura o iban al muere. Los soldados lo llevaban atado, con una soga al cuello. -Ese encapuchado parece perro -decían los presos. -Pero no es -decían los perros.